El 8 de marzo el apasionado del mundo antiguo Bernardo Souvirón ha publicado un artículo penetrante para hacernos reflexionar sobre los sistemas políticos, su realidad aparente y su realidad profunda. Extraigo unos fragmentos aquí:
[...] Con el paso del tiempo hubo gente que hizo frente a los oligarcas con la palabra y la razón, dos armas que parecían cargadas de futuro y que llenaron con la luz de la esperanza los oscuros rincones de un mundo duro y difícil. Fue una luz intensa que cegó momentáneamente los ojos de los oligarcas y alumbró un sendero que conducía a un mundo nuevo caracterizado por la posibilidad de que muchos, y no unos pocos hombres encumbrados por su estirpe, comenzaran a regir el destino de los pueblos mediante un sistema de gobierno que no distinguía al oligarca del campesino, y que hacía a todos los ciudadanos iguales ante la ley, iguales en derechos y deberes. Los atenienses lo llamaron democracia porque en él es el pueblo quien tiene el poder. Del pueblo emana todo poder.
Los oligarcas se alarmaron y, desde entonces hasta hoy no han cesado experimentar toda clase de mecanismos para conseguir el poder que la democracia parecía haberles arrebatado para siempre. Comenzaron por organizarse en facciones o en partidos, y descubrieron que el único procedimiento que podría perpetuarlos en el poder era relativamente fácil: sólo había que dar dos pasos. El primero era transformar la democracia de los pueblos en la oligarquía de los partidos; el segundo que el pueblo sancionara con sus votos esta situación haciéndole creer que ésa es la única democracia.
A mi juicio lo han logrado. En efecto, el pueblo ha sido condenado al papel de un actor absolutamente secundario, que sólo refrenda con su voto a la facción o al partido que ha de gobernar. Mas con un voto que no es para el ciudadano, sino para el partido; con un voto que los sistemas electorales, hechos por los partidos a la manera de los partidos, corrigen, orientan, desprecian, suman, restan o multiplican, según las circunstancias.
[...] Estamos gobernados por nuevos oligarcas que actúan como auténticos déspotas, pues han conseguido convencer al pueblo de que la democracia sólo es viable a través de los partidos, lo que ha propiciado que todos los ciudadanos nos hayamos convertido en rehenes; somos el botín por el que combaten a diario. La nueva oligarquía no necesita ya a los dioses. En un mundo como el nuestro son mucho más útiles los votos de unos ciudadanos que se han transformado, sin probablemente saberlo, en súbditos.
[...]Estamos gobernados por una oligarquía política, que fomenta la existencia y la consolidación de algo que niega la esencia de toda democracia digna de tal nombre: la clase política; la clase de quienes siempre gobiernan, pues al cesar en un cargo público son nombrados (no elegidos) para otro.
[...]Oligarquía y democracia son, pues, dos términos cuyo significado se ha amalgamado, hasta el punto de que es muy difícil ya distinguir la diferencia entre uno y otro. Y no sucede sólo en el ámbito político: ocurre también en otros ámbitos de poder, especialmente en los medios de comunicación y en la justicia.
El artículo entero está disponible aquí
[...] Con el paso del tiempo hubo gente que hizo frente a los oligarcas con la palabra y la razón, dos armas que parecían cargadas de futuro y que llenaron con la luz de la esperanza los oscuros rincones de un mundo duro y difícil. Fue una luz intensa que cegó momentáneamente los ojos de los oligarcas y alumbró un sendero que conducía a un mundo nuevo caracterizado por la posibilidad de que muchos, y no unos pocos hombres encumbrados por su estirpe, comenzaran a regir el destino de los pueblos mediante un sistema de gobierno que no distinguía al oligarca del campesino, y que hacía a todos los ciudadanos iguales ante la ley, iguales en derechos y deberes. Los atenienses lo llamaron democracia porque en él es el pueblo quien tiene el poder. Del pueblo emana todo poder.
Los oligarcas se alarmaron y, desde entonces hasta hoy no han cesado experimentar toda clase de mecanismos para conseguir el poder que la democracia parecía haberles arrebatado para siempre. Comenzaron por organizarse en facciones o en partidos, y descubrieron que el único procedimiento que podría perpetuarlos en el poder era relativamente fácil: sólo había que dar dos pasos. El primero era transformar la democracia de los pueblos en la oligarquía de los partidos; el segundo que el pueblo sancionara con sus votos esta situación haciéndole creer que ésa es la única democracia.
A mi juicio lo han logrado. En efecto, el pueblo ha sido condenado al papel de un actor absolutamente secundario, que sólo refrenda con su voto a la facción o al partido que ha de gobernar. Mas con un voto que no es para el ciudadano, sino para el partido; con un voto que los sistemas electorales, hechos por los partidos a la manera de los partidos, corrigen, orientan, desprecian, suman, restan o multiplican, según las circunstancias.
[...] Estamos gobernados por nuevos oligarcas que actúan como auténticos déspotas, pues han conseguido convencer al pueblo de que la democracia sólo es viable a través de los partidos, lo que ha propiciado que todos los ciudadanos nos hayamos convertido en rehenes; somos el botín por el que combaten a diario. La nueva oligarquía no necesita ya a los dioses. En un mundo como el nuestro son mucho más útiles los votos de unos ciudadanos que se han transformado, sin probablemente saberlo, en súbditos.
[...]Estamos gobernados por una oligarquía política, que fomenta la existencia y la consolidación de algo que niega la esencia de toda democracia digna de tal nombre: la clase política; la clase de quienes siempre gobiernan, pues al cesar en un cargo público son nombrados (no elegidos) para otro.
[...]Oligarquía y democracia son, pues, dos términos cuyo significado se ha amalgamado, hasta el punto de que es muy difícil ya distinguir la diferencia entre uno y otro. Y no sucede sólo en el ámbito político: ocurre también en otros ámbitos de poder, especialmente en los medios de comunicación y en la justicia.
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