martes, 15 de enero de 2019

Comentario de texto : Clodia Matrona impúdica


CLODIA
Matrona impúdica

Era hija de Apio Claudio Púlquer, cónsul. Cuando tenía apenas unos pocos años, se distinguía de sus hermanos y de sus hermanas por el fulgor flagrante de sus ojos. Tertia, su hermana mayor, se casó muy pronto; la joven cedió por entero a todos sus caprichos.
Sus hermanos, Apio y Cayo, ya eran avaros con las alcancías de cuero y los carritos de nuez que les hacían; más tarde, fueron avaros de sestercios. Pero Clodio, hermoso y femenino, fue compañero de sus hermanas. Clodia las persuadía con miradas ardientes de que lo vistieran con una túnica con mangas, le pusieron un pequeño gorro de hilos de oro y lo ciñesen por debajo del pecho con un cinturón flexible. Después lo cubrían con un velo color de fuego y lo llevaban a los dormitorios donde se acostaba con las tres.
Clodia fue su preferida, pero también tomó la virginidad de Tertia y la de la menor. Cuando Clodia tenía dieciocho años, su padre murió. Clodia se quedó en la casa del monte Palatino. Apio, su hermano, gobernaba la propiedad y Cayo se preparaba para la vida pública. Clodio, siempre delicado e imberbe, dormía entre sus hermanas, las que llamaban Clodia a las dos. Empezaron a ir a los baños con él en secreto. Les daban un cuarto de as a los grandes esclavos que las masajeaban, después hacían que se lo devolvieran. A Clodio le daban igual trato que a sus hermanas, en presencia de ellas.
Tales fueron sus placeres antes del matrimonio. 
La más joven se casó con Lúculo, quien la llevó a Asia, donde estaba en guerra con Mitrídates. Clodia tomó por marido a su primo Mételo, hombre honesto y basto. En esos tiempos de alboroto, fue el suyo un espíritu conservador y cerrado. Clodia no podía soportar su brutalidad rústica. Ya soñaba con cosas nuevas para su querido Clodio.
César comenzó a imponerse a los espíritus; Clodia juzgó que había que impedirlo. Hizo que Pomponio Ático le llevara a Cicerón a su casa. La envolvía un ambiente burlón y galante. Al lado de ella se encontraba a Licinio Calvo, el joven Curión, apodado la "nenita", Sextio Clodio, que le hacía los mandados, Egnacio y su banda, Cátulo de Verona y Celio Rufo, que estaba enamorado de ella. Mételo, sentado pesadamente, no decía una palabra. Se hablaba de los escándalos de César y Mamurra. Después, Mételo, nombrado procónsul, partió para la Galia cisalpina. Clodia quedó sola en Roma con su cuñada Mucia. Cicerón fue totalmente subyugado por sus grandes ojos llameantes.
Pensó que podía repudiar a Terencia, su mujer, y supuso que Clodia abandonaría a Mételo. Pero Terencia descubrió todo y aterrorizó a su marido. Cicerón, miedoso, renunció a sus deseos. Terencia quiso más aun y Cicerón debió romper con Clodio.
El hermano de Clodia, mientras tanto, tenía en que ocuparse. Le hacía el amor a
Pompeya, mujer de César. La noche de la fiesta de la buena Diosa no debía haber sino mujeres en la casa de César, que era pretor. Pompeya ofrecía sola el sacrificio. Clodio se vistió de tañedora de cítara, como su hermana había acostumbrado disfrazarlo, y entró en lo de Pompeya. Una esclava lo reconoció. La madre de Pompeya dio la alarma y el escándalo fue público. Clodio quiso defenderse y juró que en aquellos momentos estaba en casa de Cicerón. Terencia obligó a su marido a negar aquello; Cicerón dio su testimonio en contra de Clodio.
Desde entonces Clodio estuvo perdido en el partido noble. Su hermana acababa de pasar la treintena. Estaba más ardiente que nunca. Tuvo la idea de hacer adoptar a Clodio por un plebeyo para que pudiese convertirse en tribuno del pueblo. Mételo, que había vuelto, adivinó sus proyectos y se burló de ella. En esos tiempos, cuando ya no tenía a Clodio entre sus brazos, se dejaba amar por Cátulo. Su marido, Mételo, le parecía odioso. Y su mujer resolvió desembarazarse de él. Un día, cuando volvía del Senado fatigado, le ofreció de beber. Mételo cayó muerto en el atrio. Desde ese momento Clodia quedaba libre. Abandonó la casa de su marido y volvió rápidamente a enclaustrarse con Clodio en el monte Palatino. Su hermana huyó de lo de Lúculo y se fue con ellos.
Reanudaron su vida en común los tres y ejercieron su odio.
Primero, Clodio, convertido en plebeyo, fue des" nado tribuno del pueblo. A pesar de su gracia femenina, tenía la voz fuerte y mordiente. Logró que Cicerón fuese exiliado; hizo que se arrasara su casa ante sus propios ojos y juró la ruina y la muerte para todos sus amigos. César era procónsul en Galia y nada pudo hacer. Sin embargo, Cicerón ganó influencias merced a Pompeyo, e hizo que se lo llamara al año siguiente. El furor del joven tribuno fue mucho. Atacó con violencia a Milón, amigo de Cicerón, quien comenzaba a maniobrar en procura del consulado. Se apostó de noche y trató de matarlo, derribando a sus esclavos que llevaban antorchas. El favor popular de Clodio
disminuía. Se cantaban refranes obscenos sobre Clodio y Clodia. Cicerón los denunció con un discurso violento; en él, Clodia era tratada de Medea y de Clitemnestra. La rabia del hermano y de la hermana acabó por estallar. Clodio quiso incendiar la casa de Milón, y los esclavos guardianes lo abatieron en las tinieblas. 
Entonces Clodia se desesperó. Había aceptado y rechazado a Cátulo, después a Celio Rufo, después a Egnacio, cuyos amigos la habían llevado a las bajas tabernas; pero ella amaba sólo a su hermano Clodio.
Por él había envenenado a su marido. Por él había atraído y seducido a bandas de incendiarios. Cuando él murió su vida ya no tuvo objeto. Aún era hermosa y cálida.
Tenía una casa de campo en el camino a Ostia, jardines junto al Tíber y en Bayes. Allí se refugió. Trató de distraerse bailando lascivamente con mujeres. No fue suficiente. No podía apartar de su mente los estupros de Clodio, a quien veía siempre imberbe y femenino. Recordaba que había sido apresado en una ocasión por piratas de Cilicia, los que habían usado su tierno cuerpo. También volvía a su memoria una cierta taberna adonde había ido con él. En el frontón de la puerta había dibujos hechos con carbón y de los hombres que allí bebían emanaba un olor fuerte y tenían el pecho velludo.
Y Roma la atrajo de nuevo. Las primeras noches anduvo errante por encrucijadas y pasajes estrechos. La insolencia fulgurante de sus ojos era siempre la misma. Nada podía apagarla; y lo probó todo, hasta recibir a la lluvia y acostarse en el barro. Fue de los baños a las celdas de piedra, a los sótanos donde las esclavas jugaban a los dados. Y las salas bajas donde se embriagaban los cocineros y los cocheros también conoció.
Esperó a los pasantes en las calles embaldosadas. Pereció en la mañana de una noche sofocante, víctima de una extraña reaparición de lo que había sido una costumbre en ella. Un batanero le había Pagado con un cuarto de as: la acechó en el crepúsculo del alba en la alameda para recuperarlo y la estranguló. Después arrojó su cadáver, con los ojos muy abiertos, al agua amarilla del Tíber. 

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