martes, 8 de enero de 2019

comentario de lectura (2 bach) LUCRECIO

LUCRECIO
Poeta
Lucrecio apareció en una gran familia que se había retirado lejos de la vida civil. Sus
primeros días pasaron a la sombra del pórtico obscuro de una alta casa empinada en la
montaña. El atrio era severo y los esclavos mudos. Estuvo rodeado, desde la infancia,
por el desprecio por la política y por los hombres. El noble Memio, que tenía su misma
edad, sobrellevó, en el bosque, los juegos que Lucrecio le impuso. Juntos se asombraron
ante las arrugas de los viejos árboles y espiaron el temblor de las hojas bajo el sol, como
un velo verde de luz salpicado de manchas de oro. Contemplaron con frecuencia los
lomos rayados de los chanchos salvajes que husmeaban el suelo. Atravesaron
palpitantes cohetes de abejas y bandas movedizas de hormigas en marcha. Y un día
alcanzaron, el salir de un soto, un claro totalmente rodeado por viejos alcornoques,
asentados tan cerca uno de otro como que un círculo cavaba un pozo de azul en el cielo.
La quietud en aquel asilo era infinita. Se hubiese creído estar en un ancho camino claro
que fuera hacia lo alto del aire divino. Allí, Lucrecio se sintió impresionado por la
bendición de los espacios calmos.
Abandonó con Memio el templo sereno del bosque para estudiar elocuencia en Roma.
El anciano gentilhombre que gobernaba la alta casa le dio un profesor griego y lo
conminó a que no volviese sino cuando poseyera el arte de despreciar las acciones
humanas. Lucrecio no lo volvió a ver más. Murió solitario, execrando el tumulto de la
sociedad. Cuando Lucrecio volvió había con él en la alta casa vacía, en el atrio severo y
entre los esclavos mudos, una mujer africana, bella, bárbara y malvada. Memio estaba
de regreso en la casa de sus padres. Lucrecio había visto las facciones sangrientas, las
guerras de partidos y la corrupción política. Estaba enamorado.
Y en un principio su vida fue encantada. La mujer africana apoyaba en los tapices de
los muros la perfilada masa de sus cabellos. Todo su cuerpo se sumía largamente en los 
divanes. Rodeaba las cráteras llenas de vino espumoso con sus brazos cargados de
esmeraldas translúcidas. Tenía una manera extraña de levantar un dedo y de sacudir la
frente. Sus sonrisas tenían una fuente profunda y tenebrosa como los ríos de África. En
vez de hilar la lana la deshacía pacientemente en pequeños copos que volaban alrededor
de ella.
Lucrecio deseaba ardientemente fundirse con ese hermoso cuerpo. Apretaba sus senos
metálicos y pegaba su boca a sus labios de un violeta obscuro. Las palabras de amor
pasaron de uno a otro, fueron suspiradas, los hicieron reír y se gastaron. Tocaron el velo
flexible y opaco que separa a los amantes. La voluptuosidad creció en furor y quiso
cambiar de persona. Llegó hasta la extremidad aguda en que se expande alrededor de la
carne, sin penetrar hasta las entrañas. La africana se acurrucó en su corazón extranjero.
Lucrecio se desesperó al no poder consumar el amor. La mujer se tornó altanera,
melancólica y silenciosa, parecida al atrio y a los esclavos. Lucrecio anduvo errabundo
en la sala de los libros.
Fue allí donde desplegó el rollo en el cual un escriba había copiado el tratado de
Epicuro.
En seguida comprendió la variedad de las cosas de este mundo y la inutilidad de
esforzarse tras las ideas. El universo le pareció similar a los pequeños copos de lana que
los dedos de la Africana desparramaban en las salas. Los racimos de abejas y las
columnas de hormigas y el tejido movedizo de las hojas le parecieron agrupamientos de
agrupamientos de átomos. Y en todo su cuerpo sintió un pueblo invisible y discorde,
ansioso cor separarse. Y las miradas le parecieron rayos más sutilmente carnosos y la
imagen de la bella bárbara, un mosaico agradable y coloreado, y sintió que el fin del
movimiento de esa infinitud era triste y vano. Así como había visto las facciones
ensangrentadas de Roma, con sus tropeles de clientes armados e insultantes, contempló
el torbellino de tropeles de átomos tintos en la misma sangre y que se disputan una
obscura supremacía. Y vio que la disolución de la muerte sólo era la manumisión de esa
turba turbulenta que se lanza hacia otros mil movimientos inútiles.
Ahora bien; cuando Lucrecio hubo sido así instruido por el rollo de papiro, en el cual
las palabras griegas como los átomos del mundo estaban entretejidas las unas con las
otras, salió hacia el bosque por el pórtico obscuro de la alta casa de los ancestros. Y vio el
lomo de los chanchos rayados que tenían siempre el hocico dirigido hacia la tierra.
Después, al atravesar el soto, se encontró de pronto en medio del templo sereno del
bosque y sus ojos se sumergieron en el pozo azul del cielo. Y fue allí donde sentó su
reposo.
Desde allí contempló la inmensidad hormigueante del universo; todas las piedras,
todas las plantas, todos los árboles, todos los animales, todos los hombres, con sus
colores, con sus pasiones, con sus instrumentos, y la historia de esas cosas diversas y su
nacimiento y sus enfermedades y sus muertes. Y entre la muerte total y necesaria,
percibió con claridad la muerte única de la Africana; y lloró.
Sabía que las lágrimas provienen de un movimiento particular de las pequeñas
glándulas que están debajo de los párpados, y que son agitadas por una procesión de
átomos salida del corazón, cuando el propio corazón ha sido conmovido por la sucesión
de imágenes coloreadas que se desprenden de la superficie del cuerpo de una mujer
amada. Sabía que la causa del amor es la dilatación de los átomos que desean juntarse
con otros átomos. Sabía que la tristeza que causa la muerte es la peor de las ilusiones 
terrenales, pues la muerta había dejado de ser desgraciada y de sufrir, en tanto que
aquel que la lloraba se afligía por sus propios males y pensaba tenebrosamente en su
propia muerte. Sabía que no queda de nosotros ninguna doble apariencia para derramar
lágrimas sobre su propio cadáver tendido a sus pies. Pero, como conocía exactamente la
tristeza y el amor y la muerte y sabía que son vanas imágenes cuando se las contempla
desde el espacio calmo donde hay que encerrarse, continuó llorando, y deseando el
amor, y temiendo la muerte.
Por esto fue que habiendo vuelto a la alta y sombría casa de los ancestros, se acercó a
la bella Africana, quien cocía un brebaje en un recipiente de metal en un brasero. Porque
ella también había pensado, por su parte, y sus pensamientos se habían remontado a la
fuente misteriosa de su sonrisa. Lucrecio miró el brebaje todavía hirviente. Este se aclaró
poco a Poco y se volvió parecido a un cielo turbio y verde. J la bella Africana sacudió la
frente y levantó un dedo. Entonces Lucrecio bebió el filtro. E inmediatamente después
su razón desapareció, y olvidó todas las palabras griegas del rollo de papiro. Y por
primera vez, al volverse loco, conoció el amor; y a la noche, por haber sido envenenado,
conoció la muerte.

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